lunes, 11 de mayo de 2009

La Creación según el loro

Y era la Tierra un lugar hermoso. La gran esfera de fuego brillaba en lo alto del cielo, revelando cada detalle que el novísimo paisaje tenía para ofrecer. Nada en ese colosal territorio escapaba a su luz, y si por un momento alguna nube cubría su faz, era sólo para darle el gusto de estallar nuevamente con renovadas energías, contentándose de manera especial en arrancar destellos a toda superficie cubierta de agua.

Las aguas eran otro espectáculo. Se las veía brotar por todas partes, siempre en movimiento, siempre animadas: desde esas masas enormes —verdadera materia reinante— que, casi en lucha con la tierra, parecían querer devorarla a grandes mordiscos, imponentes y espumosos; hasta esas porciones más pequeñas y apacibles que, haciendo gala de una extraña timidez, escondían su presencia entre las grandes montañas. Los ríos eran algo maravilloso, pues recorrían grandes distancias en interminable carrera, llenando de trazos alegres el ya vistoso paisaje. Pero nunca el agua refrescaba tanto la tierra como cuando caía del cielo en forma de lluvia, asegurando el porvenir de la totalidad de las plantas.

El follaje que cubría la tierra no era obra de una especie en particular. Todo allí era una expresión diversa de vida: árboles inmensos que batían sus ramas lentamente al ser acariciadas por el viento; helechos de ramas colgantes, adornando las selvas como si fueran guirnaldas; matorrales espesos recogidos sobre sí mismos, avergonzados de su infertilidad; plantas, en fin, con flor o con fruto, en magnífica exhibición de belleza.

Así se me mostró ese gran cuadro aquel día, cuando lo observé volando por los aires. A la noche adquirió todo un nuevo aspecto bajo la luz tenue de la otra esfera de fuego, que aunque es menos grande es más vanidosa, porque tiene la dicha de poder ser observada directamente.

Fue al siguiente día que escuché al Creador. Con su potente voz ordenó que se crearan las bestias y animales terrestres. Y tal como sucedió el día anterior, cuando el cielo se llenó de aves y el mar se llenó de peces, la tierra se comenzó a poblar: corría el caballo por el campo, en inigualable demostración de destreza; la liebre saltaba por cada rincón y parecía nunca cansarse; el lagarto permanecía estático, mientras con el hocico abierto exhalaba su primer aliento; el león rugía terriblemente, provocando la estampida de las demás criaturas.

Después el Creador hizo al hombre a su imagen y semejanza. Y pareció alegrarse más con esta última obra, a pesar de ser estos seres bastante más débiles que los demás. Pero sí tenían algo de especial: su voz, ciertamente, era casi insignificante en medio de la orquesta animal, pero mucho más bonita e interesante. Con el paso del tiempo habría de aprenderla yo, llegando a creerme muy superior a los demás animales por este único rasgo que me asemejaba a esos hombres.

Y el Creador los bendijo, diciéndoles: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Manden a los peces del mar, a las aves del cielo y a cuanto animal viva en la tierra”. Y, tomándose a pecho la cosa, así fue.

Desde entonces ya casi no me dan ganas de hablar ese precioso lenguaje humano, porque me hace semejante a ellos.

3 comentarios:

  1. Gracias por el post, mi queridìsimo alumno. No se olvide de corregir lo que se deba de corregir. Le envìo un gran saludo lleno expectativas.

    Sol

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  2. Ya andas mandando posts! Bueno, con lo tuyo era sobre todo las citas biblicas. Creo que deberias disminuir su uso, pero no eliminarlas por completo. Me encanta tu final, es un oscuro comentario sobre los humanos.

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  3. Está bien bonito tu cuento. Me gustan las descripciones y no las encuentro excesivas. A mi sí me parece pertinente el tono que tiene el loro porque no es inverosímil que describa las cosas de esa manera y resulta su juicio del final.

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