martes, 1 de septiembre de 2009

Quince minutos

Conversaba tranquilamente con sus amigas en el bar de su facultad, mientras uno de los ayudantes del dueño del local limpiaba la mesa en que se encontraban. Cuando el muchacho pasó por última vez el trapo sobre la mesa algunos restos cayeron sobre sus faldas, pero ella sólo lo miró con una sonrisa en el rostro. En verdad Justina era una chica muy risueña y sobre todo calmada, por lo que nunca se esperaría de ella algún tipo de exabrupto.

Ahora que habían salido de clases se encontraban planeando una salida todas juntas para ir a bailar en una disco, en la que esperaban conocer hombres guapos con los que establecer algo más que una amistad. Justina casi no intervenía en la conversación, al fin y al cabo ella casi no iba a esos lugares ni le gustaba mucho salir a farrear, pero con tal de salir con sus amigas aceptaría cualquier cosa que ellas decidieran.

Rara vez se había visto a Justina andando por ahí con un hombre ni mucho menos se le conoció una pareja, se podría decir que era una verdadera zanahoria. Mientras las amigas seguían discutiendo muy animadas sobre la discoteca a la cual irían, Justina, quien ya se había limpiado la porquería de las piernas, se había quedado absorta mirando el envase de mayonesa que estaba situado en el centro de la mesa. Lo miraba con suma concentración, con los ojos ligeramente cerrados y la barbilla apoyada en su mano derecha, mientras por su cabeza pasaban los nombres de un sinfín de discotecas de las que nunca había escuchado hablar.

Opinaba que el color rojo la haría ver muy seductora, por lo que mejor escogió un azul oscuro un poco más serio. No quería equivocarse al escoger el vestido que escogería para ir esa noche a la disco, ya que probablemente nunca más volvería a ir. Se puso los mejores zapatos que tenía y después de revisar nuevamente que todo el trabajo que se había hecho en el rostro era correcto salió de su casa. Como ya se le estaba haciendo un poco tarde agarró afuera el primer taxi que pasó, al que le indicó la dirección exacta y además le pidió que se apurara un poquito.

Lo que le sucedería a continuación Justina nunca lo hubiera imaginado: El taxista, quien en ningún momento había dicho que no conocía la mencionada discoteca, manejó por diferentes calles de lo más tranquilo, hasta que llegó a la zona nocturna de la ciudad donde pretendió dejar a Justina en un bar con un nombre parecido al de la discoteca donde debía ir; ella, si bien no había ido nunca antes a ese lugar, sabía muy bien que el taxista se había equivocado, porque sus amigas le habían anotado en un papel el nombre exacto de la discoteca. El tipo, muy seguro de su trayecto, le dijo que a lo mejor lo del papel estaba mal escrito, y Justina le creyó. Pagó la carrera y se bajó, pero al ingresar al local se dio cuenta de que ninguna de sus amigas estaba allí. Llamó a una por celular y ésta le confirmó que todo lo del papel, tanto el nombre como la dirección, estaba bien.

Justina salió del lugar un poco malhumorada, porque ya había perdido tiempo en ese viaje. Se paró en la vereda a esperar que pasara otro taxi, pero un carro al que ni siquiera había llamado se detuvo frente a ella. Justina se asustó un poco y se disponía a alejarse un poco, pero en seguida se bajó un vidrio del carro y pudo reconocer que el conductor era un primo suyo.

—¡Hola Justina! ¿Te llevo algún lado?
—¡Sí, por favor!

Resulta que el primo había ido a dejar cerca de allí a su hermana, prima también de Justina y por cierto muy diferente a ella, y ya se regresaba a su casa. Tuvo suerte de que él la haya reconocido mientras esperaba el taxi, porque ya se estaba pasando la hora en que había quedado en encontrarse con sus amigas. En el carro le dijo a su primo:

—Mira —le mostró el papelito— este es el nombre del lugar y esta es la dirección. ¿Sabes cómo llegar?
—Sí, por supuesto, también he llevado a mi hermana hasta allí.
—¿Estás bien seguro?
—Jajaja, sí. No te preocupes.
—Bueno, vamos entonces.
—Pero primero debemos pasar por la gasolinera porque estoy a punto de quedarme con el tanque vacío. ¿No te molesta?
—Si solo es eso, no.
­—Sí, solo eso. Voy para allá y de inmediato te llevo a la disco.
—Bueno.

Manejó con rumbo a una gasolinera que no lo hiciera desviar mucho del trayecto que debía seguir para llevar a su prima. Hasta tanto fueron conversando en el carro de muchas cosas, ella de lo difícil que había sido ese último semestre en su carrera, y él de lo mucho que extrañaban los primos a Justina por su ausencia en todas las reuniones que hacían. Resulta que la chica era lo mismo con sus amigas que con su familia. Al cabo de un buen rato de haber andado se comenzó a escuchar un ruido raro en el motor del carro, luego empezó a dar tumbos y finalmente se detuvo por completo.

—¡Chuta! Se acabó la gasolina.
—¡No me digas eso!
—Sí, no calculé bien cuánto podía andar.

Justina trató de ahogar su quejido llevándose ambas manos hasta la cara, pues sabía que no le podía reclamar a su primo por nada.

—¡Y con la gasolinera a apenas tres cuadras de aquí! —exclamó él.

En efecto, desde allí se podía observar a no mucha distancia las luces de la gasolinera. Al ver a su prima a punto de llorar por su pésima suerte le dijo:

—No te preocupes Justina, yo le pido a alguien que me ayude a empujar el carro y en un rato llegamos a la gasolinera.
—Está bien.
—Pero si en verdad se te hace tarde, te puedo indicar cómo llegar hasta la discoteca que está muy cerca de aquí.
—¿En serio?
— ¡Sí! Mira, avanzas por esa calle dos cuadras y luego viras a la derecha y avanzas una cuadra más. Ahí verás a tu derecha un letrero luminoso con el nombre de la disco.
—¡Sí es cerca! Me voy caminando no más.
—Bueno y disculpa por el percance.
—No hay problema.

Justina caminó aceleradamente por la ruta que le había indicado el primo, pero al doblar por la esquina se le rompió un tacón de sus zapatos, ¡sus mejores zapatos! Ahora sí el rostro se le descompuso por la exaltación, porque estando tan cerquita de su destino sabía que no podía ir en ese estado. Trató de tranquilizarse y después de esperar un rato medio escondida por ahí llamó por el celular a su primo:

—Hola de nuevo.
—Hola Justina. ¿Qué pasó? ¿Llegaste a la discoteca?
—No, pero ya sé dónde es. Estoy cerquita.
—¿Y por qué no entras?
—No sabes lo que pasó. ¡Se me rompió un tacón!
—Jajaja, qué mala suerte la tuya.
—¡No te rías!
—Bueno, bueno, no te enojes. Mira, yo ya llegué a la gasolinera y estoy llenando el tanque. Si quieres te paso viendo en un momentito y te llevo a tu casa para que te cambies.
—Mi casa está muy lejos de aquí. Llévame mejor a la tuya, que está más cerca y me prestas unos zapatos de tu hermana que calza lo mismo que yo.
—Me parece buena idea. Estoy seguro de que a mi ñaña no le molestará en lo absoluto.
—Yo sé que no.
—Bueno, en un ratito estoy ahí. ¿Sí?
—Te espero.

Se hizo todo tal como lo habían hablado, pero tantas vueltas con su primo desde que la recogió por primera vez, sumadas al torpe error del taxista, ya le habían hecho perder a Justina un par de horas y la paciencia.

Ya se encontraba en la puerta de la discoteca. Pero cuando se disponía a entrar un hombre la detuvo diciéndole que el lugar estaba lleno y que no podía ingresar.

—¡Cómo que no puedo ingresar! ¡Pero si mis amigas ya están adentro!
—Lo siento, son órdenes del gerente que se respete la capacidad del local.
—Pero vengo sola. ¡Déjeme entrar!
—Tranquilícese. Un grupo de personas ya está por salir y entonces la dejaré entrar. Solo tiene que esperar.
—¡¿Esperar?!
—Sí, solo quince minutos.
—¡¿Quince minutos?!
—Sí.
—¡¿Quince minutos?!
—Oiga, ya no grite por favor.
—¡¿Quince minutos?! —volvió a repetir, mientras agarraba con ambas manos la garganta del sujeto.
—¡Suélteme!
—¡¿Quince minutos?! ¡¿Quince minutos?! ¡¿Quince minutos?!

Y comenzó a estrangular al hombre en ese mismo lugar. Cuando ya parecía que lo iba a matar todo se empezó a poner blanco a su alrededor, un blanco denso pero no completamente puro sino más bien tirando a amarillo.

Poco a poco todo ese blanco se fue alejando de ella hasta que quedó solo en la mayonesa que estaba mirando. Se había quedado dormida con los ojos abiertos y sus amigas, quienes ya se habían dado cuenta, reían a carcajadas al verla así.

—¿Vamos entonces la próxima semana a la discoteca?

—Esteee... no sé. Luego les confirmo.

lunes, 24 de agosto de 2009

Caperuza y la intrusa

Toc, toc, toc.

—¿Quién es?

Al oír la voz tan débil de la abuela, se asustó. Pero inmediatamente pensó que no se trataba de nada en especial y contestó:

—Soy su nieta. Le traigo un filete de carne que mi madre le envía.

La abuela gritó:

—Tira la aldaba y el cerrojo caerá.

Hizo como se lo mandaron y entró en la casa. Luego le dijo la abuela:

—Deja la carne en el refrigerador y ven a acostarte conmigo.

Al meterse en la cama quedó muy sorprendida por la forma del cuerpo de la abuela en camisa de dormir. Le dijo:

—Abuelita, ¡qué brazos tan cortos tiene!

—Son para tejer mejor.

—Abuelita, ¡qué ojos tan chicos tiene!

—Son para fijarme sólo en lo que tejo.

—Abuelita, ¡qué piel tan arrugada tiene!

—Es que acabo de salir de la ducha.

—Abuelita, ¡qué pelo tan blanco tiene!

—Es que me eché talco después de bañarme.

—Abuelita, ¡qué chatos y qué pocos dientes tiene!

—¡Ay! ¡Y no sabes los problemas que me dan! Cuando termines de prepararme ese filete, quédate junto a mí para que me ayudes a comerlo.

Y la lobita salió huyendo rápidamente de la casa, espantada por esas dos labores tan extrañas que se le pedían, pero sobre todo por el aspecto repulsivo de ese ser que se metió en la cama de su abuela aquella mañana.

martes, 11 de agosto de 2009

Súper dinosaurio


Cuando despertó, el dinosaurio negro —el suministro de Petroecuador— ya no estaba allí.

martes, 4 de agosto de 2009

Otra loma

El viento frío hizo retumbar una vez más la puerta. Adentro de la choza todo era quietud. La olla con las habas ya empezaba a dar los primeros hervores, mientras la india se ocupaba en limpiar un poco las truchas que debía cocinar. El humo que giraba en torno no incomodaba a ninguno de los tres, y salía de a poquito por la estrecha ventana que estaba junto a la puerta; otra vez sonó por el viento, pero seguía la quietud: la de los alimentos, la de las ollas, la de los mantos y las ropas, la del infante que dormía en la esquina.

—Ya vengo.
—Bueno.

Al salir intentó trabar la puerta con un palo para que no sonara más, pero éste estaba muy húmedo y se quebró con el siguiente azote, aliento frío de la naturaleza.

Su choza, una de las más alejadas del centro comunitario, se comunicaba por numerosos senderos y chaquiñanes al resto de lugares a los que el indio por necesidad debía ir. Ahora se dirigía a ver unas ovejas que dejó pastando por la mañana en una loma bastante lejana, o “aquicito no más”, según la persona que por esos páramos pondera la distancia.

Cuando estuvo lo suficientemente lejos de la choza prendió un cigarrillo que escondía en uno de los bolsillos del pantalón, bolsillo sucio y agujereado que nada protege del viento y de la humedad, por lo que el cigarrillo adquiere un detestable sabor a hierba recién cortada.

El indio fijaba la vista en las laderas que lo acompañaban durante su trayecto. Los sembríos toman la forma de cuadrícula en esas pendientes, y pareciera que los indígenas se preocupan de alternar distintos grupos de plantas unos al lado de otros, de manera que el conjunto se torna vistoso por las diferentes texturas que se pueden advertir, principalmente las que producen las hojas de las habas, de las papas y las más grandes de los nabos. Y aunque no es mucho obstáculo el que opone ese terreno, el viento parece gruñir cuando sube por él; los perros y las ovejas, en cambio, jadean cuando suben muy alto por aquellas elevaciones, y nunca se sienten tentados a cruzar por entre los sembríos, lo que indudablemente arruinaría algunas plantas con sus pisadas. Sólo el indígena sube en silencio los páramos; se dijera que en el aire mismo apoya sus pies al caminar.

Al llegar a la cima de la loma de pastar después de dos horas de trayecto, encuentra a sus ovejas descansando. La oveja más vieja con la mirada perdida en las honduras que tiene ante sí. Las demás arrancan las últimas hierbas de su jornada y mastican el alimento con una lentitud hipnotizante.

—¡Ea! Vamos ya.

La oveja más vieja sale de su embelesamiento y comienza a andar tras el indio. Las otras dejan al punto lo que estaban haciendo y hacen lo mismo. El terreno, de una fertilidad enorme, conserva aún suficiente pasto como par de comer al rebaño por un mes más; y como ése, hay un sinfín de pastizales esperando, a los que el pastor con suma destreza conducirá a sus animales en un futuro.

De regreso a la choza, el indio observa cómo el sol se oculta tras una montaña lejana. Todos los días, antes de producirse este evento, la niebla se suspende en toda la comunidad y da a todas las cosas el aspecto de aquello que se mira a través de un vidrio empañado; pero los rayos del sol poniente barren en un instante todo rastro de bruma y pintan los páramos con un exquisito color miel, apenas matizado por los colores de los sembríos propios de esta región.

El viento que anuncia la noche es todavía más recio y helado. Ya falta apenas media hora para llegar a la choza, donde la india tendrá lista la comida que ha estado preparando. El niño para entonces ya estará despierto, y con los brazos abiertos recibirá al padre y lo incitará a que le dé de comer.

Un viento fuerte arroja por lo lejos el sombrero del indio, el cual queda enredado entre las ramas de una planta de guantug que se encuentra muy abajo en la pendiente. El indígena corre tras él, pero las ovejas se quedan plantadas en el camino.

Llega hasta la planta y desenreda el sombrero de entre las ramas, se lo pone, sube la pendiente y retoma el camino.

Ya se divisaba a lo lejos la luz que producía el único foco de la choza. Y titilaba la luz, más de lo normal, una y otra vez, con momentos más prolongados de apagamiento. Titilaba. ¡No, es el parpadeo del indígena!

Despertó convertido en lobo.

lunes, 20 de julio de 2009

En la loma

Despacito, para no cansarse, subía la loma Carlitos. La mamá lo había mandado a hacer unas compras mientras preparaba el desayuno. El muchacho, lagañoso y somnoliento aún, escuchó en silencio la lista de productos que se le encargaba; en su interior quizás renegó una vez más por tener que ir siempre a la tienda que queda en la parte más alta de la loma, cuando en la misma calle de su casa hay dos o tres bien abastecidas. Extrañas decisiones que se dan cuando la mente práctica se ve ahogada entre tanta tradición.

Ya daba los últimos pasos hacia la tienda. Ciertamente había que caminar despacio, sobre todo ahora que la calle estaba húmeda por una llovizna que se produjo en la madrugada. Las primeras luces del día martirizaron sus ojos desde que salió de la casa, y en este punto habían logrado arrancarle todo rastro de sueño. Un perro sucio recostado en el portal le dio la bienvenida lo mejor que pudo: con un movimiento rápido de orejas y un desplazamiento torpe de la cola de un lugar a otro.

—Buenos días don Manuel.
Alli tutamanta niño Carlitos —saludó el tendero mientras se secaba las manos con una toalla—. ¿Cómo ha pasado?
—Bien no más. ¿Y usted?
—¡Ahí!, corrientito. ¿Qué se le ofrece?
—Aquí mi mamá que me manda para que le venda unas cositas.
—Diga, pues.
—A ver: una leche, medio queso, seis huevos, manteca y una libra de papas.
—Ya le veo.

De a poco fue metiendo todo en una funda. Los huevos, envueltos en un trozo de periódico, en una fundita aparte. Se dirigió hacia la pared donde estaban arrimados todos los sacos y, antes de agarrar nada, dijo al chico:

—¿Las papitas, grandes o pequeñas las quiere?
—Lo mismo da.
—Bueno, pues —dijo entre risas.

Agarró tres papas grandes. Al pesarlas se dio cuenta de que se pasaba de la libra, así que de todas maneras tuvo que sacar una y poner dos pequeñas para dar con el peso justo.

—Ahí cuatro papitas están.
—Bueno.
—Poquitas va llevando, ¿ah?
—Así me dijeron no más.

Manuel agarró un papel y un lápiz y comenzó a hacer la cuenta. Se detuvo un momento, extrañado de algo. Sacó la manteca de la funda y leyó la etiquetita blanca que tenía pegada: “S/.95000”. Terminó de hacer el cálculo.

—Ochocientos veinte mil se le hace.
—Tenga. —Le entregó un billete casi impecable.

Mientras juntaba el vuelto, Manuel decía a Carlitos:

—¿Y cómo mismo sigue el guagua?
—¿Mi ñaño?
Ari
—Bien no más está.
—¿Le pasó la gripecita?
­—Sí, pero con unos remedios que le mandó mi papá.
—Bueno está.

Le entregó el cambio. El perro sucio del portal se había cambiado de posición varias veces, ya que al parecer las pulgas que lo habitaban habían respondido al amanecer con el inicio de su jornada alimenticia, por lo que ahora el triste animal se rascaba insistentemente detrás de una oreja. Manuel continuó la conversación:

—Suerte que su taita haga alguna platita trabajando en el palacio de Gobierno, diga.
—Uuuh, don Manuel, usted parece que se hace.
—¿Y qué pues?
—Mi papá hace años que no trabaja allí.
—¿Cómo pues?
—Él salió en el 2003, cuando salió Mahuad.

La cara de sorpresa de Manuel, acentuada en extremo, hizo que Carlitos soltara una risa bajita pero sostenida. El tendero continuó:

—¡Seré pendejo yo! Pero si hasta hace poquito se sabía que su taita andaba trabajando por esos mismos lugares.
—Pero es que ahora trabaja con un ministro, en unos negocios me ha dicho mi mamá.
—¡Ah, ya! Eso mismo pues ha sido.
—Sí, pues. También me ha dicho mi mamá que es que mi papá aguantó con las justitas hasta el final con ese presidente.
—¿Cómo así?
—No sé pues, eso no me ha dicho. Sólo que mi papá ya quería que se acabara el trabajo con ese presidente, porque ya no le podía ver la cara.
—¡Ja ja ja! ¿Y qué mismo es eso pues?
—¡Yo qué voy a saber! Feo habrá sido.
—¡Ja ja ja! ¿Más feo que en el billete que me acaba de dar?
—No sé pues.

Manuel retuvo un rato la sonrisa. Con los brazos apoyados en las rejas y la mirada en alto, parecía leer en las nubes los pormenores de un designio favorable. Prosiguió:

—Por eso mismo es que yo para patrón no trabajo. Solito está uno mejor.
—Usted diga.
—Y si ve mi negocio así todo chiquito y desarreglado no es porque me falte de a de veras, sino porque yo ahorro mi platita. Lo que necesito no me falta y si quiero cualquier rato arreglo esto, porque tengo guardado en el banquito.

Un grito tremendo subió la loma e inquietó por completo a Carlitos: era la madre que, cansada de esperar (ya había servido el desayuno), había salido de la casa y vio al hijo en lo alto conversando tranquilamente con el tendero.

El muchacho, sin siquiera despedirse, asió con firmeza los víveres y bajó a toda carrera por la loma. Y como si se tratara en verdad de una competencia, cuando ya casi llegaba a la casa alzó los dos brazos lo más que pudo, quién sabe si en señal de victoria o para mostrar que el recado se había efectuado como se lo mandaron.

“En el banquito”, seguía pensando Manuel, perdido entre las nubes.

lunes, 15 de junio de 2009

No me gusta lo que leo

Toc... toc... toc... toc... Había llegado hasta allí con mucha prisa. Estaba realmente malhumorado. Ni siquiera saludó al portero que amablemente lo recibió afuera. Al encontrar descompuesto el ascensor, subió corriendo las escaleras como todo un desquiciado; en el camino se topó con un par de personas a las que ni siquiera les pidió permiso para pasar, sino que las esquivó como en esas competencias de esquí alpino, sólo que en este caso iba en ascenso. Toc... toc... toc... toc... Plantado frente a la puerta, un vecino de enfrente, al salir para su trabajo, lo miró largo rato con una cara nada agradable, pero a él le importó un pepino. Llevaba en la mano derecha, hecho un rollo y casi destruido por la presión con que lo sujetaba, una sección de periódico de aquel día. Lo había desenrollado para ojearlo de nuevo, y entonces le abrieron la puerta. Una señora le habló:

—¿Qué se te ofrece?
—¿Se encuentra Doménica aquí?
—No, aquí no está.
—¿Me puede decir dónde la puedo hallar?
—No sé.

Desde el interior se escuchó el grito de un señor:

—¿Quién es?
—Es Marcos.
—¿Y qué quiere?
—Anda buscando a la Doménica.
—Dile que vaya a ver a la casa de mi madre. Aquí que no moleste.

Marcos escuchó lo que el hombre dijo. Miró por un momento a la señora y luego, sin despedirse, se dio media vuelta y se fue. Cuando se aproximaba a la escalera escuchó cómo la puerta fue cerrada de un solo golpe, haciendo un ruido tremendo.

Caminaba apresuradamente por la vereda. Volvió a abrir el rollo de periódico que tenía en la mano y comenzó a leer mientras andaba. No le importaba que la gente se tropezara con él, a fin de cuentas, no es que los iba a herir con el choque de su cuerpo.

—¡Mira por dónde caminas, imbécil!
—¡Tu madre!

El sol a esas horas de la mañana ya quemaba, pero Marcos parecía no sentirlo en lo absoluto. Tanto trajinar por las calles de la ciudad había hecho que su piel quedara bronceada permanentemente, dándole un aire de guerrero inca o algo por el estilo; aspecto que en este momento se marcaba aún más por el hosco semblante, producto del asunto que lo traía molesto y que debía resolver.

Toc... toc... toc... toc... Ésta era una casa a las afueras de la ciudad, bastante más maltrecha que las que la circundaban. Pero a Marcos le molestaba menos esperar allí que en el apartamento del que una hora antes acababa de salir. Una anciana lo recibió:

—Buenos días.
—¿Le puede decir a Doménica que salga un momento?
—Disculpe, ¿cómo dice?
—¡Doménica! Se encuentra aquí, ¿verdad?
—No, no, no. Mi nieta no vive conmigo. Según tengo entendido está viviendo desde hace poco en una casita en el centro.
—¡Puta madre!
—¡Qué!
—No, nada. Gracias igual.

Se fue vociferando algunas maldiciones. Pero a él no lo iban a hacer pendejo, porque notó que la vieja ocultaba algo. Se dirigió a un parque que estaba a menos de una cuadra y se sentó en una de las bancas, procurando quedar tapado medianamente por un arbusto plantado junto al respaldar.

Esperó varias horas. Observó con pena cómo el sol se ocultaba tras unos edificios lejanos. Como a eso de las siete u ocho vio venir por la calle lo que estaba esperando: la Doménica, que caminaba tranquila hacia la casa de la abuela. Sin darle tiempo a nada le cortó el paso y, antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, la tomó fuertemente del brazo y le dijo:

—¡Cierra la trompa! Ahora te vienes conmigo.
—¡Marcos!, ¿qué te sucede? ¡Por favor, suéltame!
—¡Que qué me sucede! ¡Esto pues! —exclamó al tiempo que le mostraba el periódico arrugado que tenía en la mano.
—¿Qué cosa?
—No te hagas la cojuda —y desenrolló lo mejor que pudo el gajo de papeles. Era una sección de ‘Clasificados’. Con el dedo apuntó insistentemente en uno de los avisos— ¡Mira! ¡Mira!

Pero ella no dijo nada, sólo lo miró con los ojos a punto de romper en llanto. Él continuó:

—¿Creíste que no me iba a dar cuenta? ¡Crees que soy estúpido! Si te di la casa era para que vivieras en ella.
—Tú me la compraste.
—¡Pero para que vivieras allí no para que la vendieras!
—Por favor Marcos, suéltame ya.
—Ven, que nos vamos para mi casa.

La chica opuso resistencia y logró desasirse. Pero no corrió.

—Mira, yo creo que las cosas habían quedado claras. Si quieres, podemos...

Un bofetazo le cerró la boca en el instante. Marcos la volvió a coger del brazo y comenzó a caminar, atravesando el parque en dirección a la avenida que estaba al otro lado.

Doménica guardó silencio. Sabía que sería inútil cualquier esfuerzo por soltarse o tratar de hablar con él. Dejó, pues, que salieran las lágrimas con todo brío, y marcando un paso más ligero dio a entender que se iba a comportar. Marcos pareció entender la actitud que asumía la chica, y la soltó.

Poco antes de que de llegaran a la avenida, Marcos le dijo en un tono no menos serio pero sí más sosegado:

—Mira, pórtate bien y verás que no pasa nada. Ahorita que lleguemos a mi casa me preparas la comida y luego nos ponemos a ver la tele. Quiero a la Doménica dulce y hacendosa que solías ser antes. Después hablamos de cualquier otra cosa.

Arrojó a un lado el periódico ya hecho bulluco y, cogiéndole suavemente la mano, comenzaron a andar por una de las anchas veredas de aquella avenida. A Marcos pareció dibujársele una leve sonrisa en el rostro.

lunes, 1 de junio de 2009

Yo tengo unos ojos negros

Apagó el televisor. Se volteó hacia el costado izquierdo para abrir el cajón del velador y sacar de allí un pequeño cuaderno. Leyó largo rato, pero seguramente no más de cuatro páginas, pues los dedos pulgar e índice de su mano derecha los tenía fijados en la esquina inferior de una misma hoja, la cual constantemente pasaba de un lado a otro. Estaba realmente absorta, con los labios contraídos y el entrecejo fruncido; sus ojos eran dos imanes acuosos que luchaban por arrancar las letras del papel. Soltó la bendita esquina y repasó con el dedo índice de esa mano un par de líneas que leyó con detenimiento. Su rostro era un verdadero signo de interrogación. Un grito proveniente de la planta baja la regresó a la realidad: era su madre que la llamaba para cenar. Cerró el cuaderno, lo guardó en el cajón y se echó a dormir.

No era todavía medianoche cuando despertó. Después de mirar torpemente a su alrededor agarró un abrigo y salió de la habitación. Al cerrar la puerta de la casa no tuvo cuidado de hacerlo con suavidad, por lo que el golpe lo escucharon varios vecinos; pero, en cambio, no despertó a sus propios padres. Caminó varias cuadras por las calles húmedas, contemplando impávida la ciudad como si fuera de día. De cuando en cuando pisaba algún charco sucio, pero sus zapatos deportivos ocultaban el hecho a su atención. Llegó hasta una enorme casa en donde se escuchaba música a alto volumen. Varias personas se hallaban conversando en el portal e incluso en la vereda, jóvenes igual que ella. Se dirigió al primero que la saludó:

—Hola. ¿Está César?
—Sí, adentro.

Ingresó abriéndose paso por entre los diferentes obstáculos: borrachos en corro que confesaban penas o cachos, muebles movidos de su respectivo lugar, parejas intercambiando emociones y saliva, botellas vacías, latas, papeles y vómitos. Le ofrecieron un trago al paso, pero ella lo rechazó amablemente. Llegó al patio posterior, donde la gente estaba un poco más decente. Antes de recorrer el lugar —el patio era grande— lo buscó con la mirada. El humo de cigarrillo le obstaculizaba la operación. No vio más que un par de caras conocidas y nada más. Caminó lentamente tratando de no incomodar a las personas con su inquisidora mirada, pero ese par de imanes inquietaba hasta al más distraído. Por fin lo vio arrimado en una esquina, conversando con unos amigos. Antes de que ella se resolviera a ir hasta allá, él notó su presencia y, excusándose con los que lo acompañaban, fue a su encuentro.

—¡Hola! Pensé que no vendrías —le dijo mientras la abrazaba.
—¡No, qué va! Es que estaba un poco cansada y me dormí un rato.
—¿Quieres algo de tomar?
—No todavía.

La miró un segundo con una sonrisa apenas perceptible. Luego le dijo:

—Vamos un rato afuera que aquí hace mucho ruido.
—Bueno.

Caminaron juntos en dirección a la puerta principal. Durante el trayecto alguno lo detuvo para decirle una frase que bien tendría sentido en el hilo de una conversación completa, pero que dicha así, de pasada, y en el vehículo inconfundible del aliento alcohólico, no pudo más que arrancar una corta risa a César mientras reanudaba el paso.

Ya en la vereda, que en esos pocos minutos se había despejado un poco —la falta de trago empuja a los fiesteros a abastecerse sin demora—, se pusieron a charlar más fluidamente, aunque con más ánimo él que ella.

Era una noche sin luna. La calle toda se iluminaba por efecto de los faroles que se hallaban a lo largo. Los carros que se veían parqueados eran casi todos nuevos; en el interior de alguno se adivinaba la silueta de dos amantes, de esos que se profesan amor efectivo; y en otro, un dormilón —seguramente chofer— jugaba a recoger la cabeza que se le caía por un costado. En la casa de enfrente se distinguía fácilmente un televisor de pantalla gigante, en que un muchacho se retorcía de la risa viendo algún dibujo animado; luego se escuchó un grito sordo e inmediatamente la disminución progresiva del volumen hasta que casi no se oyó nada. Desde el fondo de la calle, cargada con una mochila de cuero vieja y un par de librotes bajo el brazo, venía caminando una flaca desgarbada, arrastrando los pies, incapaz de acelerar el paso o de cambiar el tosco semblante, en el que los enormes lentes no ocultaban ni por poco las ojeras malvas convertidas en manchas. El ruido cercano de una alarma interrumpió por un rato la conversación. Después se reanudó:

—¿Y qué más pues? Te noto algo retraída.
—No, así mismo soy. No te preocupes.
—¿Te están gustando las clases hasta ahora?
—Sí, todo está muy bien. Ojalá todo continúe igual.
—Me imaginaba, aunque te lo pregunté más que nada por la gente del aula, porque yo sé que tú eres inteligente y que te las arreglas con facilidad con cualquier materia y profesor. Eso de ser estudiante nuevo no siempre es sencillo, por eso te invité a mi fiesta, para que socializaras un poco, para que fueras conociendo mejor a mis amigos.
—Te lo agradezco mucho —dijo, y luego se quedó callada.
—¿Volvemos adentro? —dijo César, a la par que apuntaba, tanto con la mano libre como con la que sujetaba una botella, hacia el interior de la casa.
—Sí, vamos.

Minutos después se habría de producir en ese mismo lugar una pelea entre dos borrachines, alegándose cada uno el derecho para emitir el último juicio sobre fútbol y política. La flaca ojerosa llegaría a su hogar, donde la comida fría le aseguraría las fuerzas para seguir jodiendo su vida al día siguiente. El muchacho apagaría definitivamente el televisor, entre sollozos y quejidos. La amante abandonaría el carro de su hombre dando un fuerte portazo, porque insistía en extender el preludio de ese concierto pasional, sin haber siquiera tocado las notas exactas para hacerla vibrar. Y el portazo despertaría al pobre chofer, quien acostumbrado a los golpes de la vida se volvería a dormir sin más sobresaltos.

Ya se encontraba con el grupo de amigos de César, pero se mostraba mucho más callada que cuando estaba afuera. Él procuraba mirarla con una sonrisa franca, a lo que ella contestaba lo mejor que podía: con una sonrisa un poco forzada y esa mirada atrayente.

Ojos inmensos, inmensos y negros, negros como los mismos imanes y como esa noche sin luna. Ventanas opacas a un alma insondable, llena de deseos que nadie conocía y que, sin embargo, luchaban por verse prontamente satisfechos. Ojos que llaman.

Mientras los amigos se ocupaban en llenar sus vasos, César se acercó a ella y le dijo en voz baja:

—¿Estás segura de que no te pasa nada?
—Sí —dijo, y reprimió el florecer de una sonrisa con un gesto dulce.

Y la mirada...

—Me doy cuenta de que no te gusta mucho esto de las bebidas alcohólicas, y el olor a cigarrillo parece que también te afecta. Sabes qué: mejor vamos arriba, que allá no hay tanta bulla ni nada.
—Bueno.

En verdad todo era más tranquilo en la planta alta. Ni hedores ni ruidos de ningún tipo. Y al igual que lo que observó abajo, allí también brillaba la opulencia en la construcción y en las decoraciones. La condujo por un largo pasillo hasta su alcoba. Abrió la puerta mientras decía:

—Éste es mi cuarto.

Y ella, tras ingresar y quedarse parada en medio de la habitación, dio una vueltita —chistosa por los pies­— mientras miraba alrededor.

—Es muy bonito.
—Lo decoré —continuó, dando un paso apenas hacia el interior— con las pinturas de un amigo mío. Como ves todas retratan temas campesinos, porque es lo que más le gusta hacer. Él hace constantes viajes al campo para observar la vida de las personas de allá, y ellas permiten no sólo que las vea sino que se entere de todo lo que les sucede. El resultado son cuadros dotados de un mayor realismo que...

Y la mirada...

Ella no había dicho palabra alguna mientras César hablaba, y su rostro no daba signos remotos de estar prestando atención. Más extrañado que antes le preguntó:

—¿Qué ocurre?

Pero ella no respondió.

—¿No vas a decirme nada? —dijo. Su rostro ya no ocultaba el desconcierto.

Después de un largo rato, en que ella no hizo más que llevarse los labios para adentro, como chupándoselos, susurró:

—No.

César se volteó ligeramente para agarrar con su mano la chapa de la puerta. Era como si estuviera apoyándose, cansado de quién sabe qué fuerte actividad.

—¿Y por qué no?

Y fue entonces cuando brotó: la maldita sonrisa, que por creerse superior a cualquier atributo había dejado sin compañía a la mirada, se dibujó en el rostro de la muchacha con todo su esplendor; no menos atrayente que aquélla, y en cambio, de un rojo encendido, jugoso y brutal, que terminó por arrebatar a César la cordura que había logrado conservar.

—Porque te deseo.

Con menos prisa de la que parecía tener cuando ingresó a la alcoba, César cerró la puerta tras de sí. Y abajo el canto asqueroso de los ebrios. Y en el patio los primeros caídos. Y afuera la noche oscura, fría y tranquila que se negaba a terminar.

De vuelta en su dormitorio, abrió de nuevo el cajón del velador y sacó el cuaderno. Leyó las mismas páginas del día anterior y no pudo evitar reírse por lo bajo. En una página en blanco anotó una nueva fecha y a continuación unas cuantas líneas. Cerró el cuaderno, lo guardó en el cajón y se acostó a dormir.