lunes, 20 de julio de 2009

En la loma

Despacito, para no cansarse, subía la loma Carlitos. La mamá lo había mandado a hacer unas compras mientras preparaba el desayuno. El muchacho, lagañoso y somnoliento aún, escuchó en silencio la lista de productos que se le encargaba; en su interior quizás renegó una vez más por tener que ir siempre a la tienda que queda en la parte más alta de la loma, cuando en la misma calle de su casa hay dos o tres bien abastecidas. Extrañas decisiones que se dan cuando la mente práctica se ve ahogada entre tanta tradición.

Ya daba los últimos pasos hacia la tienda. Ciertamente había que caminar despacio, sobre todo ahora que la calle estaba húmeda por una llovizna que se produjo en la madrugada. Las primeras luces del día martirizaron sus ojos desde que salió de la casa, y en este punto habían logrado arrancarle todo rastro de sueño. Un perro sucio recostado en el portal le dio la bienvenida lo mejor que pudo: con un movimiento rápido de orejas y un desplazamiento torpe de la cola de un lugar a otro.

—Buenos días don Manuel.
Alli tutamanta niño Carlitos —saludó el tendero mientras se secaba las manos con una toalla—. ¿Cómo ha pasado?
—Bien no más. ¿Y usted?
—¡Ahí!, corrientito. ¿Qué se le ofrece?
—Aquí mi mamá que me manda para que le venda unas cositas.
—Diga, pues.
—A ver: una leche, medio queso, seis huevos, manteca y una libra de papas.
—Ya le veo.

De a poco fue metiendo todo en una funda. Los huevos, envueltos en un trozo de periódico, en una fundita aparte. Se dirigió hacia la pared donde estaban arrimados todos los sacos y, antes de agarrar nada, dijo al chico:

—¿Las papitas, grandes o pequeñas las quiere?
—Lo mismo da.
—Bueno, pues —dijo entre risas.

Agarró tres papas grandes. Al pesarlas se dio cuenta de que se pasaba de la libra, así que de todas maneras tuvo que sacar una y poner dos pequeñas para dar con el peso justo.

—Ahí cuatro papitas están.
—Bueno.
—Poquitas va llevando, ¿ah?
—Así me dijeron no más.

Manuel agarró un papel y un lápiz y comenzó a hacer la cuenta. Se detuvo un momento, extrañado de algo. Sacó la manteca de la funda y leyó la etiquetita blanca que tenía pegada: “S/.95000”. Terminó de hacer el cálculo.

—Ochocientos veinte mil se le hace.
—Tenga. —Le entregó un billete casi impecable.

Mientras juntaba el vuelto, Manuel decía a Carlitos:

—¿Y cómo mismo sigue el guagua?
—¿Mi ñaño?
Ari
—Bien no más está.
—¿Le pasó la gripecita?
­—Sí, pero con unos remedios que le mandó mi papá.
—Bueno está.

Le entregó el cambio. El perro sucio del portal se había cambiado de posición varias veces, ya que al parecer las pulgas que lo habitaban habían respondido al amanecer con el inicio de su jornada alimenticia, por lo que ahora el triste animal se rascaba insistentemente detrás de una oreja. Manuel continuó la conversación:

—Suerte que su taita haga alguna platita trabajando en el palacio de Gobierno, diga.
—Uuuh, don Manuel, usted parece que se hace.
—¿Y qué pues?
—Mi papá hace años que no trabaja allí.
—¿Cómo pues?
—Él salió en el 2003, cuando salió Mahuad.

La cara de sorpresa de Manuel, acentuada en extremo, hizo que Carlitos soltara una risa bajita pero sostenida. El tendero continuó:

—¡Seré pendejo yo! Pero si hasta hace poquito se sabía que su taita andaba trabajando por esos mismos lugares.
—Pero es que ahora trabaja con un ministro, en unos negocios me ha dicho mi mamá.
—¡Ah, ya! Eso mismo pues ha sido.
—Sí, pues. También me ha dicho mi mamá que es que mi papá aguantó con las justitas hasta el final con ese presidente.
—¿Cómo así?
—No sé pues, eso no me ha dicho. Sólo que mi papá ya quería que se acabara el trabajo con ese presidente, porque ya no le podía ver la cara.
—¡Ja ja ja! ¿Y qué mismo es eso pues?
—¡Yo qué voy a saber! Feo habrá sido.
—¡Ja ja ja! ¿Más feo que en el billete que me acaba de dar?
—No sé pues.

Manuel retuvo un rato la sonrisa. Con los brazos apoyados en las rejas y la mirada en alto, parecía leer en las nubes los pormenores de un designio favorable. Prosiguió:

—Por eso mismo es que yo para patrón no trabajo. Solito está uno mejor.
—Usted diga.
—Y si ve mi negocio así todo chiquito y desarreglado no es porque me falte de a de veras, sino porque yo ahorro mi platita. Lo que necesito no me falta y si quiero cualquier rato arreglo esto, porque tengo guardado en el banquito.

Un grito tremendo subió la loma e inquietó por completo a Carlitos: era la madre que, cansada de esperar (ya había servido el desayuno), había salido de la casa y vio al hijo en lo alto conversando tranquilamente con el tendero.

El muchacho, sin siquiera despedirse, asió con firmeza los víveres y bajó a toda carrera por la loma. Y como si se tratara en verdad de una competencia, cuando ya casi llegaba a la casa alzó los dos brazos lo más que pudo, quién sabe si en señal de victoria o para mostrar que el recado se había efectuado como se lo mandaron.

“En el banquito”, seguía pensando Manuel, perdido entre las nubes.