lunes, 24 de agosto de 2009

Caperuza y la intrusa

Toc, toc, toc.

—¿Quién es?

Al oír la voz tan débil de la abuela, se asustó. Pero inmediatamente pensó que no se trataba de nada en especial y contestó:

—Soy su nieta. Le traigo un filete de carne que mi madre le envía.

La abuela gritó:

—Tira la aldaba y el cerrojo caerá.

Hizo como se lo mandaron y entró en la casa. Luego le dijo la abuela:

—Deja la carne en el refrigerador y ven a acostarte conmigo.

Al meterse en la cama quedó muy sorprendida por la forma del cuerpo de la abuela en camisa de dormir. Le dijo:

—Abuelita, ¡qué brazos tan cortos tiene!

—Son para tejer mejor.

—Abuelita, ¡qué ojos tan chicos tiene!

—Son para fijarme sólo en lo que tejo.

—Abuelita, ¡qué piel tan arrugada tiene!

—Es que acabo de salir de la ducha.

—Abuelita, ¡qué pelo tan blanco tiene!

—Es que me eché talco después de bañarme.

—Abuelita, ¡qué chatos y qué pocos dientes tiene!

—¡Ay! ¡Y no sabes los problemas que me dan! Cuando termines de prepararme ese filete, quédate junto a mí para que me ayudes a comerlo.

Y la lobita salió huyendo rápidamente de la casa, espantada por esas dos labores tan extrañas que se le pedían, pero sobre todo por el aspecto repulsivo de ese ser que se metió en la cama de su abuela aquella mañana.

martes, 11 de agosto de 2009

Súper dinosaurio


Cuando despertó, el dinosaurio negro —el suministro de Petroecuador— ya no estaba allí.

martes, 4 de agosto de 2009

Otra loma

El viento frío hizo retumbar una vez más la puerta. Adentro de la choza todo era quietud. La olla con las habas ya empezaba a dar los primeros hervores, mientras la india se ocupaba en limpiar un poco las truchas que debía cocinar. El humo que giraba en torno no incomodaba a ninguno de los tres, y salía de a poquito por la estrecha ventana que estaba junto a la puerta; otra vez sonó por el viento, pero seguía la quietud: la de los alimentos, la de las ollas, la de los mantos y las ropas, la del infante que dormía en la esquina.

—Ya vengo.
—Bueno.

Al salir intentó trabar la puerta con un palo para que no sonara más, pero éste estaba muy húmedo y se quebró con el siguiente azote, aliento frío de la naturaleza.

Su choza, una de las más alejadas del centro comunitario, se comunicaba por numerosos senderos y chaquiñanes al resto de lugares a los que el indio por necesidad debía ir. Ahora se dirigía a ver unas ovejas que dejó pastando por la mañana en una loma bastante lejana, o “aquicito no más”, según la persona que por esos páramos pondera la distancia.

Cuando estuvo lo suficientemente lejos de la choza prendió un cigarrillo que escondía en uno de los bolsillos del pantalón, bolsillo sucio y agujereado que nada protege del viento y de la humedad, por lo que el cigarrillo adquiere un detestable sabor a hierba recién cortada.

El indio fijaba la vista en las laderas que lo acompañaban durante su trayecto. Los sembríos toman la forma de cuadrícula en esas pendientes, y pareciera que los indígenas se preocupan de alternar distintos grupos de plantas unos al lado de otros, de manera que el conjunto se torna vistoso por las diferentes texturas que se pueden advertir, principalmente las que producen las hojas de las habas, de las papas y las más grandes de los nabos. Y aunque no es mucho obstáculo el que opone ese terreno, el viento parece gruñir cuando sube por él; los perros y las ovejas, en cambio, jadean cuando suben muy alto por aquellas elevaciones, y nunca se sienten tentados a cruzar por entre los sembríos, lo que indudablemente arruinaría algunas plantas con sus pisadas. Sólo el indígena sube en silencio los páramos; se dijera que en el aire mismo apoya sus pies al caminar.

Al llegar a la cima de la loma de pastar después de dos horas de trayecto, encuentra a sus ovejas descansando. La oveja más vieja con la mirada perdida en las honduras que tiene ante sí. Las demás arrancan las últimas hierbas de su jornada y mastican el alimento con una lentitud hipnotizante.

—¡Ea! Vamos ya.

La oveja más vieja sale de su embelesamiento y comienza a andar tras el indio. Las otras dejan al punto lo que estaban haciendo y hacen lo mismo. El terreno, de una fertilidad enorme, conserva aún suficiente pasto como par de comer al rebaño por un mes más; y como ése, hay un sinfín de pastizales esperando, a los que el pastor con suma destreza conducirá a sus animales en un futuro.

De regreso a la choza, el indio observa cómo el sol se oculta tras una montaña lejana. Todos los días, antes de producirse este evento, la niebla se suspende en toda la comunidad y da a todas las cosas el aspecto de aquello que se mira a través de un vidrio empañado; pero los rayos del sol poniente barren en un instante todo rastro de bruma y pintan los páramos con un exquisito color miel, apenas matizado por los colores de los sembríos propios de esta región.

El viento que anuncia la noche es todavía más recio y helado. Ya falta apenas media hora para llegar a la choza, donde la india tendrá lista la comida que ha estado preparando. El niño para entonces ya estará despierto, y con los brazos abiertos recibirá al padre y lo incitará a que le dé de comer.

Un viento fuerte arroja por lo lejos el sombrero del indio, el cual queda enredado entre las ramas de una planta de guantug que se encuentra muy abajo en la pendiente. El indígena corre tras él, pero las ovejas se quedan plantadas en el camino.

Llega hasta la planta y desenreda el sombrero de entre las ramas, se lo pone, sube la pendiente y retoma el camino.

Ya se divisaba a lo lejos la luz que producía el único foco de la choza. Y titilaba la luz, más de lo normal, una y otra vez, con momentos más prolongados de apagamiento. Titilaba. ¡No, es el parpadeo del indígena!

Despertó convertido en lobo.