lunes, 25 de mayo de 2009

La campanilla

En el aparador, entre bandejas, copas y manteles, está mi morada. Mi baile es una llamada, marca el inicio de la hora familiar. Congrego a todos en la mesa para que satisfagan su apetito; y en verdad creo que, si le fuera dado a alguien presenciar aquel monótono espectáculo, pensaría que junto a todas esas masticaciones, sorbos y degluciones, mi corta intervención pone la nota particular. Mi baile es música.

Me ofende un poco el método, pero si quisiera describirme bien tendría que compararme con un humano. Mi piel argentada no revela ni el más leve indicio de suciedad, permaneciendo siempre lisa y brillante. No se observa en mí nada parecido a unas extremidades, y mi cuerpo es tan delgado como el del más famélico de los mendigos. Ni cabeza ni rostro, ni se me busque por otra parte una boca, porque no me hace falta. Mi rasgo más distintivo es sin duda mi enorme falda, elegantemente abombada y con un hermoso decorado de flores labrado en el borde; pero es adentro de ésta donde se halla lo más relevante: pendiendo de una cadena que se sujeta de arriba, y casi rozando la superficie donde se me apoye, se halla una linda pieza que otros llaman badajo y yo, simplemente, bolita.

Ésta soy yo, y éstas mis cualidades. Siempre dispuesta a que una mano donairosa me haga vibrar para traer la alegría a la casa. Aunque a veces, al escuchar yo misma los sonidos agudos que produzco, y juzgándolos demasiado débiles para su justa importancia, me pregunto si acaso no sería mejor que tuviera dos bolitas en vez de una.

lunes, 18 de mayo de 2009

Recuerdo escatológico

En mi casa hay un solo corredor. Corto, angosto y casi insignificante; nadie situaría en él la más burda de las anécdotas, y sin embargo, es la arteria principal que da acceso a todos los cuartos. Pasarela familiar. Éste quiero que sea el escenario de mi relato.

Un momento. Una cosa es querer y otra muy distinta es poder. ¿Qué diablos voy a reproducir en mi humilde corredor? Es que allí no sucede nada. Por condescendiente me pasa esto. Mejor los llevo uno de los cuartos, que cualquiera de ellos alberga historias más importantes. Esperen... ¡eso es! Lo que el corredor no tiene son historias importantes, pero sí pendejadas. ¡Tonto yo!, creyéndome en la obligación de contarles cosas relevantes. Y qué más pues, así lo pone a veces a uno la maldita sociedad. Aquí les va, una reverenda pendejada:

Comenzaré describiéndoles un poco el reducido escenario. Se encuentra en la planta baja, cubierta toda ella de baldosas; y si les hablo de él en singular, como si fuera el único elemento de su clase, es porque la planta alta está constituida por un solo cuarto. Si se empieza a andar por el corredor (lo que yo considero como tal) desde la parte frontal de la casa a la posterior se topa uno primero con la cocina a la izquierda, luego el cuarto de estudio a la derecha, después viene el baño de visitas a la izquierda, y finalmente mi habitación que está en línea recta. ¡Pero basta de descripciones pendejas! Vamos con la pendejada en sí.

Como todo niño normal fui un adicto a la televisión; tanto, que era normal para mí postergar lo que fuera con tal de no perderme los programas de mi predilección. Pero es ahí donde aparecen las necesidades básicas, caprichosas, nunca dispuestas a ceder.

Así que un día me encontraba viendo televisión en mi dormitorio, cuando me entraron ganas de cagar. (“¿ir al baño?”, ¡qué carajo es eso! Que yo sepa hay muchas cosas que se pueden hacer ahí: lavarse las manos, cepillarse los dientes, bañarse, orinar, y otras más que no me da la gana de mencionar. ¿O es que a los adolescentes les es permitido decir a sus padres “voy a salir”? ¡No! Sin especificaciones en torno al lugar y a la hora no sale ningún mocoso). Terrible llamada del organismo, porque significaba que debía apartarme del televisor por un largo rato. Largo, sí, porque resulta que yo era estreñido.

Ni siquiera me acuerdo del programa que estaba viendo, pero sé que no me lo quería perder. Así que, con la audacia tonta de un niño de x años, me dirigí al baño de visitas y no al propio. La razón es simple: el baño de mi habitación se encuentra justo detrás del mueble en donde se halla el televisor, en cambio el baño de visitas colinda con mi habitación (sus entradas se hallan perpendiculares, muy próxima la una de la otra). Ya se podrán imaginar que lo que trataba de hacer era seguir viendo la televisión mientras cagaba, puesto que con la puerta del dormitorio abierta es posible verla desde cualquier punto del corredor. Pero permaneciendo sentado en el inodoro esto era completamente imposible. Ni siquiera asomando la cabeza por afuera del baño, porque así apenas se veía un pedazo de la pantalla. Tenía que sacar el cuerpo entero. Y así lo hice.

Pero este jueguito de salir y entrar al baño no le agradó a mi mamá. ¡Rabietas de adultos! A mí hasta me hubiera parecido chistoso ver a un peladito desnudo entrando y saliendo del baño como loco. Así que reorganicé mis movimientos ante la aparición de aquella voz de autoridad: ahora sólo entraba al baño inmediatamente después de un grito de ella. Pero su concepción de lo que debía suceder no contemplaba que yo me saliera apenas ella volvía a sus menesteres. No aguantó más. Se dirigió a la puerta de mi alcoba y la cerró en mis narices.

Y yo ahí, parado en medio del corredor, incapaz hasta entonces de dirigirle palabras groseras, tuve que descargar mi ira en refunfuños y saltitos continuos, golpeando el piso con todas mis fuerzas... Quizás gritarle habría sido mejor.

Nadie dijo nada. Lentamente agarré el excremento (con respecto a personas, el más redondo que haya visto en mi vida) con mi mano y lo tiré en el water. Hasta ahí llega el límite de ese recuerdo.

Desde entonces el corredor es el mismo. ¿No suena correcta esta expresión? ¿Que no parece concluyente? Bueno, entonces digamos que desde entonces yo no soy el mismo. Que mi trato con la caca es más que cordial, yo diría, jovial; y que prefiero siempre tenerla presente en mis palabras alegres que guardada en el interior de la cabeza, como le pasa a aquellos a los que no me cansaré de llamar mojigatos.

lunes, 11 de mayo de 2009

La Creación según el loro

Y era la Tierra un lugar hermoso. La gran esfera de fuego brillaba en lo alto del cielo, revelando cada detalle que el novísimo paisaje tenía para ofrecer. Nada en ese colosal territorio escapaba a su luz, y si por un momento alguna nube cubría su faz, era sólo para darle el gusto de estallar nuevamente con renovadas energías, contentándose de manera especial en arrancar destellos a toda superficie cubierta de agua.

Las aguas eran otro espectáculo. Se las veía brotar por todas partes, siempre en movimiento, siempre animadas: desde esas masas enormes —verdadera materia reinante— que, casi en lucha con la tierra, parecían querer devorarla a grandes mordiscos, imponentes y espumosos; hasta esas porciones más pequeñas y apacibles que, haciendo gala de una extraña timidez, escondían su presencia entre las grandes montañas. Los ríos eran algo maravilloso, pues recorrían grandes distancias en interminable carrera, llenando de trazos alegres el ya vistoso paisaje. Pero nunca el agua refrescaba tanto la tierra como cuando caía del cielo en forma de lluvia, asegurando el porvenir de la totalidad de las plantas.

El follaje que cubría la tierra no era obra de una especie en particular. Todo allí era una expresión diversa de vida: árboles inmensos que batían sus ramas lentamente al ser acariciadas por el viento; helechos de ramas colgantes, adornando las selvas como si fueran guirnaldas; matorrales espesos recogidos sobre sí mismos, avergonzados de su infertilidad; plantas, en fin, con flor o con fruto, en magnífica exhibición de belleza.

Así se me mostró ese gran cuadro aquel día, cuando lo observé volando por los aires. A la noche adquirió todo un nuevo aspecto bajo la luz tenue de la otra esfera de fuego, que aunque es menos grande es más vanidosa, porque tiene la dicha de poder ser observada directamente.

Fue al siguiente día que escuché al Creador. Con su potente voz ordenó que se crearan las bestias y animales terrestres. Y tal como sucedió el día anterior, cuando el cielo se llenó de aves y el mar se llenó de peces, la tierra se comenzó a poblar: corría el caballo por el campo, en inigualable demostración de destreza; la liebre saltaba por cada rincón y parecía nunca cansarse; el lagarto permanecía estático, mientras con el hocico abierto exhalaba su primer aliento; el león rugía terriblemente, provocando la estampida de las demás criaturas.

Después el Creador hizo al hombre a su imagen y semejanza. Y pareció alegrarse más con esta última obra, a pesar de ser estos seres bastante más débiles que los demás. Pero sí tenían algo de especial: su voz, ciertamente, era casi insignificante en medio de la orquesta animal, pero mucho más bonita e interesante. Con el paso del tiempo habría de aprenderla yo, llegando a creerme muy superior a los demás animales por este único rasgo que me asemejaba a esos hombres.

Y el Creador los bendijo, diciéndoles: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Manden a los peces del mar, a las aves del cielo y a cuanto animal viva en la tierra”. Y, tomándose a pecho la cosa, así fue.

Desde entonces ya casi no me dan ganas de hablar ese precioso lenguaje humano, porque me hace semejante a ellos.